jueves, 26 de enero de 2012

SOBRE JUGLARES Y CANTARES

Hoy en día podemos caminar unas cuadras entrar a una librería y comprar el último Best Seller por unos cuantos pesos, sin embargo, no siempre fue tan fácil acceder a la cultura, hubo tiempos en que las historias eran relatadas por personas y no por libros. Aunque para ser justos con la verdad, libros sí había, primero manuscritos y luego libros producto de las primeras imprentas, pero no es difícil imaginar el costo de un libro escrito a mano durante meses por monjes o por imprentas todavía rudimentarias. El libro, digamos, era un bien de lujo y por tanto tendría que pasar mucho tiempo y mucha historia hasta que cada uno de nosotros pudiera tener una cantidad de libros en sus manos.
¿Cómo llegaban entonces las historias a oídos del público si no era a través de los libros? La respuesta parece muy obvia, si no era de manera escrita entonces era de manera oral. Pero no pasemos por alto ni minimicemos la importancia de este hecho. Los hombres y mujeres cuyo menester era recitar oralmente las historias de caballería, los cantares de gesta y hasta las aventuras épicas han sido y son fundamentales para nuestra cultura. Sin ir más lejos, debemos al arte de los odas griegos el que hoy conozcamos las dos historias épicas más maravillosas de la historia de la humanidad, la Iliada y la Odisea que se atribuyen a Homero. Cabe aclarar, porque no es algo que se sepa comúnmente, que estas dos historias épicas no fueron escritas por su presunto autor sino que pertenecen a la cultura oral.
De los odas griegos, que podían memorizar cientos de cantos, llegamos a la Hispania post romana, es decir, posterior a la invasión del Imperio Romano en la península. Aquí, en esta tierra mediterránea encontramos a los juglares. Mal entendidos por algunos que los consideraban “mendigos alegres”, truhanes y vagabundos los juglares eran poetas que cantaban en iglesias y en las cortes de los reyes, eran compositores de danzas, de  juegos y de distintos entretenimientos. Los juglares traían alegría. Pero para ser justos y como todo en la historia, había un poco de los dos tipos. ¿Cuál era la actividad del juglar? Entretener al público a través del canto y de la música.
El juglar en España tuvo un rol fundamental en la conformación de la lengua romance. Pero ¿qué es la lengua romance? Para simplificar y no perder de vista a nuestros juglares diremos que la lengua romance es, en líneas generales, el idioma que resultaba de la mezcla del latín, que llevaban los romanos a todos los territorios que ocupaban, y de los dialectos que se hablaban previamente en cada territorio. En España se dio la particularidad de que la lengua romance, posteriormente el Español, nació de la conjunción del latín, de los dialectos primitivos y de la lengua árabe, pues España estuvo ocupada por los musulmanes durante ocho siglos. Los juglares aparecen en la escena cuando el latín como lengua pura estaba desapareciendo y por tanto tuvieron que adaptar sus cantares a la lengua híbrida que se iba conformando con el tiempo y que finalmente terminaría triunfando por sobre las que la conformaron.  Por la necesidad de su oficio los juglares fueron modificando la lengua en la que recitaban y a su vez se convirtieron en los difusores de las nuevas lenguas arromanzadas por todo el territorio.
No sólo tuvo el juglar un papel decisivo en la conformación de la nueva lengua sino que era este personaje errante el que llevaba de pueblo en pueblo las historias que entretenían tanto a los nobles como a las clases bajas. El juglar era la televisión, cine, computadora y smartphone de la época. Ya desde el año 1136 hay noticias de juglares al servicio de los reyes de Castilla, estos eran un ornamento de la corte y un esparcimiento necesario. Sin embargo, en general el trabajo en el palacio no era suficiente para subsistir, y por eso los juglares viajaban de pueblo en pueblo, visitando plazas y casas a su paso, relatando historias, cantando y haciendo música. Los municipios por ejemplo los contrataban para que se encargaran del entretenimiento en las festividades públicas, algunos tenían suerte y terminaban como empleados asalariados de una ciudad o pueblo y dejaban de viajar para vivir. Sin embargo eran los juglares errantes aquellos que daban un toque internacional a su trabajo ya que con sus viajes comunicaban diferentes regiones y llevaban costumbres, usanzas, giros estilísticos y demás cosas de una región a la otra y viceversa.
No sólo había juglares en la España medieval, errando por los caminos post romanos se podían hallar a los mimi o histriones que practicaban, según dichos de la época, espectáculos indecorosos. En el siglo XI aparece el trovador, considerado intelectual y socialmente más elevado que el juglar, y que era admirado por ser “autor” y no “imitador” como se pensaba del juglar, que recitaban obras de otras personas. Los bufones por otro lado eran personajes casi caricaturescos y circenses que entretenían con animales y cantaban entre la gente de clases muy bajas. Entre el trovador y el juglar estaba el segrier que era un hidalgo venido a menos que no podía aspirar a ser caballero por tanto sobrevivía gracias a la recitación. Finalmente también había mujeres que se dedicaban a estos menesteres. Las juglaresas y las soldaderas entretenían con sus cantos y recitando historias con la diferencia de que las segundas vendían también su cuerpo a quien lo solicitara.
Los relatos que estos personajes recitaban se conocen como “cantares de gesta”. Eran en general poemas de carácter heroico y los protagonistas eran siempre personajes importantes que estaban involucrados en acontecimientos acaecidos en el territorio español. Estos cantares tenían un doble interés para el público, por un lado tenían la parte novelesca que incluía amor, guerra, enfrentamiento, aventura y por otro lado cumplían la función de dar a conocer los hechos que afectaban al territorio y que debían ser conocidos por todos. Se los llamaban “cantares” justamente porque su finalidad no era el ser leídos sino recitados, aquí es donde entraba el juglar con su menester; eran de carácter popular porque estaban dirigidos al pueblo y porque sus personajes eran en general castellanos y porque abordaban temas nacionales.
Considero que es a veces necesario saber que no siempre las cosas fueron como hoy las conocemos. La cultura escrita, que para nosotros es algo de todos los días y que nos llega a través de los más diferentes medios de comunicación, sea una computadora, un libro o un periódico, fue en algún momento un bien casi inalcanzable. Parece casi pintoresco imaginar la exaltación de un pueblo olvidado al costado de un camino romano en la España medieval al ver llegar a un juglar o a una comitiva teatral. Pero más allá de lo simpática que puede parecer la imagen es necesario comprender que los juglares eran un medio de comunicación y este no es un hecho menor. Estos personajes llevaban de un lado para el otro historias que habían escuchado y así los de aquí sabían lo que sucedía allá y de esa manera se difundía el nuevo idioma, se tenían noticias sobre parajes lejanos y de paso se aprovechaba un buen momento de esparcimiento.

AHORA YA LO SABES!
Lic. Diana Fubini

Bibliografía
-         Alborg, Juan Luis, Historia de la literatura española. Edad media y Renacimiento, Madrid, Ed. Gredos, 1966, tomo 1.
-         Menéndez Pidal, Ramón, Poesía juglaresca y juglares, Madrid, Espasa Calpe, 1962.
-         Menéndez Pidal, Ramón, El idioma español en sus primeros tiempos, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1942.
-         Rico, Francisco, Historia y critica de la literatura española, Barcelona, Ed. Crítica, 1980.
-         Valbuena Prat, Ángel, Historia de la literatura española, Barcelona, Ed. Gustavo Gili, 1964.

jueves, 19 de enero de 2012

Las brujas no existen ... pero que las hay las hay

El pensamiento mágico y la creencia de que algunas personas tales como los chamanes, curanderos, brujas e incluso santos tendrían poderes sobrenaturales estuvieron siempre presentes en la humanidad. La Edad Media, heredera de las supersticiones de los pueblos francos, germanos, celtas y de aquellos que invadieron el Imperio Romano, como godos y ostrogodos entre otros, se ha caracterizado por entender a lo sobrenatural como natural. Por eso, no era raro intentar curar una enfermedad bebiendo el polvo de la tumba de un santo diluido en agua o clavar agujas en muñecos de cera para que alguien muriera. Incluso eran comunes las prácticas como la que tuvo lugar hacia mediados del siglo XI, en Fleury (sur de Francia) donde una epidemia hizo que las reliquias (restos humanos u objetos de Santos) pertenecientes a San Benito y a San Mauro fueran expuestas en la plaza frente al castillo. En este caso se derramó vino sobre el relicario y una multitud se abalanzó para beber lo que se denominaba “vinaje”. Estos ejemplos y los que a continuación relato, son unos pocos de la “evolución” de las supersticiones medievales. Impotente, la Iglesia a pesar de sus esfuerzos para poder desterrarlas se valió también de la Santa Inquisición como muy brevemente veremos:


Los encantamientos y hechizos eran efectuados por una “bruja profesional” o por un cristiano declarado, ya sea para hacer el bien o el mal o para curar o matar, siendo estas prácticas comunes en todos los pueblos medievales. Por ejemplo, en 1398, el obispo Jean de Bar “admitió haberse untado con sangre de abubilla, de macho cabrío y de paloma” y ponerse encima sus pieles para mantener contacto con los espíritus. Ya en el siglo VI, Isidoro de Sevilla decía que los magos y los hechiceros “usan la sangre de sus víctimas y, a menudo, entran en contacto con los cuerpos de los muertos”, se suponía que tenían poder para despertar a los espíritus mediante la utilización de imágenes y hierbas, según lo determinara del diablo.

A las brujas se las acusaba de firmar pactos con el diablo con su propia sangre, no sólo para producir tempestades y arruinar las cosechas, sino también para volar sobre escobas a lugares distantes y pasar la noche dedicadas a diabólicas lujurias y a monstruosas mofas. No resulta claro si la religión que sobrevivió como culto de las brujas era la de los druidas o si pertenecía a un estrato aún más primitivo, de todos modos el cristianismo las señaló como diabólicas y tardó siglos en desterrarlas.

La brujería a menudo estaba asociada con la sexualidad, algunos hechizos para conquistar el corazón de un hombre prescribían a las mujeres preparar el pan amasado sobre su espalda desnuda o mezclar la sangre de su menstruación con la comida y dársela al amante. Otros maleficios y pociones se preparaban con “huesos de muertos, cenizas y carbones, cabellos y pelos provenientes de órganos genitales de hombres y mujeres, hierbas diversas, caparazones de caracol y fragmentos de serpientes”. Muchos de estos hechizos se realizaban para provocar impotencia y esterilidad y siempre se invocaba a los malos espíritus. Las víctimas sólo podían curarse mediante un exorcismo.

El Concilio de Orleáns II en el 533 indicaba la exclusión de la Iglesia de aquellos que realizaban tales prácticas y el Sínodo de Nantes en el año 658 obligaba a destruir los templos paganos ya que en esos sitios se “degollaban gran cantidad de animales para ofrecerlos en sacrificio a los demonios”. En el año 690, Teodoro de Canterbury legisló contra quienes ofrecían sacrificios a los demonios, destruían a otras personas mediante hechizos o usaban adivinaciones diabólicas. Egberto de Cork decretó en 766 ayuno para toda mujer que practicara el arte mágica, la brujería y los hechizos malignos. Hacia el año 901, se legisló que las wiccan (brujas) y los adivinos, hechiceros y adúlteros debían ser expulsados del país. En 959, se ordenó “que todo sacerdote promueva con celo el cristianismo, y prohíba el culto de pozos, las necromancias, adivinaciones y encantamientos”. También Guillermo el Conquistador y Enrique I redactaron leyes contra la hechicería, la brujería y el envenenamiento. Estos delitos eran juzgados por tribunales canónigos. Los concilios eclesiásticos distinguían entre magia y adivinación; y consideraban a la brujería como una magia malintencionada, porque las brujas invocaban a los muertos, a los espíritus malignos y al demonio.

Hacia el siglo XII, comenzaron las manifestaciones contra el poder de la Iglesia y las vidas impías de muchos de sus dirigentes. De esta forma se constituyeron sectas como los Cataros (puros) y los discípulos de Waldo (valdenses). Calificados de herejes, los cataros fueron acusados de besar a Satanás en forma de gato, de volar a sus reuniones montados en escobas ungidos con aceite, de elevar cánticos al diablo, de atrapar y quemar niños y de beber pócimas hechas con sus cadáveres. Para terminar con estas herejías, la Iglesia tomó medidas activas y en el siglo XIII creó la Santa Inquisición, que contaba con sus propios tribunales, policías, espías y delatores y realizaba todo tipo de torturas para lograr la confesión de sus víctimas.

En el siglo XIV la Inquisición fue la herramienta autorizada para acusar a los judíos de devorar niños no bautizados en sus sinagogas y así provocar la llamada Peste Negra. También fue la Santa Inquisición un instrumento útil para Felipe el Hermoso de Francia quien en el mismo siglo, celoso del poderío, riqueza y privilegio de la Orden de los Caballeros Templarios, los acusó de negar las doctrinas cristianas. También les atribuyó: rendir pleitesía a Satanás, adorar a un ídolo llamado Baphomet,  escupir sobre la Cruz, besar a sus superiores en lugares indecorosos, asar niños y cometer toda clase de horrores que fueron confesados mediante tortura. Una vez eliminados los Cataros, los Valdenses, los judíos y los Templarios, la atención de la Inquisición se dirigió con más fuerza hacia la brujería.

En el siglo XV fue promulgada la bula de Inocencio VII por la que la Iglesia elaboró códigos para enjuiciar a la brujería como una herejía. Las mujeres se convirtieron en blanco de la persecución de la Iglesia porque se las consideraba más permeables al diablo. Los inquisidores alemanes confeccionaron el Malleus Maleficarum o Martillo de las Brujas, donde con mucha imaginación se describían hechizos, pactos, sacrificios y relaciones sexuales tanto con el Diablo como con íncubos y súcubos (demonios machos y hembras).  Incluso se especificaban las transformaciones de las brujas en lobos, vampiros, etc. En esta época la figura del demonio tomó mayor dimensión haciéndose las descripciones más inverosímiles de su figura, al igual que de aquellas personas a las que “poseía”.

Algunos historiadores, cuya opinión comparto, observaron en esta persecución una “lucha por el poder entre el mundo laico y el mundo eclesiástico” donde no hubo ganadores ya que las creencias supersticiosas jamás fueron desterradas. De hecho hoy en pleno siglo XXI, muchas personas aún siguen jugando al tablero ouija, consultan a “videntes” e incluso utilizan para conocer su futuro una herramienta tan racional como Internet.

Ahora ya lo sabés.
Lic. Alicia Di Gaetano.

Referencias

Le Goff, Jacques [comp.] Herejías y sociedades en la Europa preindustrial, siglos XI-XVIII, España, Siglo XXI, 1987

Parrinder, Geoffrey, La Brujería, Buenos Aires, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1965

Verdón, Jean, Las supersticiones en la Edad Media, Buenos Aires, El Ateneo, 2009



jueves, 12 de enero de 2012

HÉROES CIVILES


En 1945 el pueblo alemán era cada vez más consciente que los anhelos de la “Gran Alemania” desaparecerían frente a ese escenario devastador que sólo indicaba tristeza y destrucción. La confianza que habían depositado en el Führer y sus sueños de grandeza, se veía reflejada en ese paisaje gris y horroroso, indicando que el fin se hacía más cercano.
Para mediados de marzo, la guerra estaba perdida. El gobierno decretaba nuevas evacuaciones, incluso a pie, de las regiones occidentales, al tiempo que se aplicaba la política de “Tierra Quemada”, es decir, destruir toda fábrica, empresa, establecimiento rural y vía de comunicación de la cual pudiera servirse el enemigo. Berlín tenía sus días contados.
En 1933 más de un 40% de la población había seguido a Adolf Hitler apoyando ciegamente sus ideas y medidas, muchas de ellas efectivas, las cuales permitieron, por ejemplo, que el Tercer Reich fuera el primer país en superar la Gran Depresión de 1929. Sin embargo, 13 años después, Alemania enfrentaba el fin de un régimen que cada minuto, cada hora que pasaba, se hacía más próximo, más real, más presente.
De todos modos, aunque el desenlace fuera inminente, gran parte de ese pueblo luchó hasta el último minuto para defender a su amada Alemania,  a su hogar y a su Führer, sin importar sexo o edad. Con ellos se formaron las llamadas Volkssturm.
En 1944 Alemania tenía en reserva seis millones de hombres aptos para el combate. El 25 de septiembre de ese año, Hitler  firmó el decreto creando la Volkssturm, “Tormenta del pueblo”, o “Pueblo al asalto”, concepto tomado de su secretario de propaganda, el Dr. Joseph Goebbels, en su discurso de guerra total de ese mismo año. El encargado de organizar las movilizaciones sería el Partido Nacionalsocialista, a través de sus organizaciones paramilitares, las SS, y las Juventudes Hitlerianas. Su tarea principal sería defender el suelo patrio con todas las armas y medios a su alcance, además de la defensa de las fortalezas, los pueblos y ciudades, así como la construcción de las defensas antiaéreas, trincheras y la vigilancia nocturna. También debería nutrir las filas de la Wehrmacht, el ejército alemán. Se los distinguía por llevar un brazalete con la insignia “Deutsches-Volkssturm-Wermacht” con dos águilas nazis a ambos lados.  
Los primeros reclutados fueron los hombres nacidos entre 1884 y 1924, cuyas edades oscilaban entre los 16 y 70 años, los cuales participaron en batallas como Wartheland, Stermberg, Kolberg y Breslau, donde 50.000 hombres, la mitad de la Volkssturm y las Hitler Jugend, resistieron el asedio de 150.000 soviéticos durante tres meses. Muchos de estos reclutas habían sido veteranos de la Primera Guerra Mundial o habían cumplido el servicio militar, reinstaurado por Hitler en 1933, por lo que tenían cierta noción militar y manejo de armamento. Sin embargo, una gran parte carecía de esa experiencia, e incluso los veteranos de la Gran Guerra desconocían el uso de armas modernas.
 El 16 de abril de 1945, Hitler convocó a la Volkssturm para defender Berlín, último bastión del Tercer Reich, bajo la conducción del ejército. A esta fuerza se le unieron mujeres y niños, quienes lucharon en las calles y perecieron por millares defendiendo sus hogares. Es sabido que 175.000 personas figuraban en las listas de desaparecidos al final de la guerra.
Mientras el Ejército Rojo rodeaba el cerco de protección de la capital alemana, la construcción de defensas se multiplicaba. Si hubiésemos caminado por las calles de Berlín en ese entonces, habríamos notado la presencia de trincheras precarias por doquier. Las mismas contaban con ametralladoras, armas livianas y escasos morteros, defendidas por miembros de la Volkssturm, entre ellos mujeres, niños y ancianos, mal armados y sin entrenamiento, pero tenaces. Junto a ellos lucharon batallones de las Juventudes Hitlerianas, policías y grupos de la Luftwaffe (la aviación alemana) y soldados provenientes de todas las armas, transformados ahora en elementos de infantería. El cuadro al que se enfrentaban esos combatientes improvisados era desolador, agravado por los incendios que los bomberos trataban de apagar, mientras eran ametrallados por los soviéticos que convergían sobre la zona. Cabe destacar, la cantidad de mujeres y niños que se adiestraron en el uso del Panzerfaust, un lanzacohete, para ser empleado contra los tanques. Sin embargo, el armamento que utilizaban generalmente era reconstruido y hasta muchos efectivos recibían su adiestramiento en el mismo frente de combate.
El avance ruso fue feroz, combatiendo casa por casa, pero siendo acosados por francotiradores alemanes los cuales causaban estragos en sus líneas, pero a pesar de todo, la impresionante resistencia alemana tuvo que ir replegándose en dirección al Reichstag, a través del caos, ruinas y la desolación de aquella Berlín que en un pasado no muy lejano había sido gloriosa para los alemanes.“¿Capitular?, ¡Jamás!” se leía en las paredes de los edificios; quedaban todavía alemanes que seguían haciendo el eco al gobierno, algo inexplicable frente a un escenario tan desolador.
La situación era insostenible, las calles se encontraban plagadas de cadáveres y vehículos calcinados. Los incendios y ruinas completaban el terrible panorama. Los ataques del Ejército Rojo se incrementaban a cada minuto, incluso a través de los túneles de las líneas del metro que servían de refugio a millares de civiles e incluso a la resistencia, cada vez más débil, provocando exterminios masivos. Aquellos que pudieron escapar a las balas soviéticas perecieron ahogados, cuando el agua de los sistemas fluviales subterráneos inundó algunos sectores al ser volados por las fuerzas rusas.
Fue en este momento que el Führer se suicidó en su Bunker junto a su flamante esposa, Eva Braun; era el 30 de abril de 1945, diez días después de su cumpleaños número 56. El Reichstag caería el 7 de mayo. Para entonces Berlín había quedado reducida a escombros producto de los bombardeos y combates a lo largo y ancho de la ciudad. El ataque fue feroz pero la resistencia por parte de los civiles fue heroica. Finalmente, el 8 de mayo de 1945, el Alto Mando Alemán se rendiría incondicionalmente ante las fuerzas aliadas.

¡Ahora ya lo sabés!

Lic. Andrea Manfredi

Steinert, Marlis, Hitler y el universo hitleriano, Barcelona, Zeta, 2007
Motylski, Gabriel, La caída de Berlín. El fin de la guerra en Europa, Buenos Aires, Planeta, 2008

jueves, 5 de enero de 2012

TOMAS MORO. UN MARTIR DE LA MODERNIDAD

Hace días que le habían sido retirados los libros, los pergaminos, las plumas y la tinta para escribir. El escritorio también había sido removido y se le había negado el privilegio de la calefacción. Abrigado con una manta maloliente e infestada de pulgas se protegía del frío en uno de los rincones de la celda. La vista de un pedacito de cielo a través de la ventana de la habitación era lo único que le quedaba, eso y su fe, su inmaculado amor por Dios.
No era un preso cualquiera y él lo sabía perfectamente. Su celda, si bien no dejaba de ser una habitación húmeda y fría, era una de las mejores de la torre, y eso era lo que repetía a los familiares que lo visitaban.
Hace más de una semana había recibido la sorpresa de que su mujer lo visitara en la torre. Juana le había pedido entre lágrimas que firmara el bendito juramento, que salvara su vida y la de su familia ¡Qué sería de los Moro si él moría! Qué testaruda mujer, pensó para sus adentros, ella sabía perfectamente que no podía firmar, no debía firmar, que no firmaría jamás.

Caminando de lado a lado en el pequeño habitáculo no pudo dejar de pensar en la ironía del caso, cuántas veces había estado él allí interrogando a otros presos y decidiendo sobre sus destinos. Ahora otros decidirían su destino por él. Y no era cualquier otro en quien descansaba su porvenir, era el rey quien a poca distancia luchaba con su conciencia y perdía el sueño por aquel hombre que dormía en un catre en esa lúgubre celda.
El rey y el preso eran o habían sido amigos, ya no podía decirlo con exactitud, pues al fin y al cabo el rey siempre había sido rey y él siempre había sido un súbdito. Mirando por la ventana vio el río correr entre los edificios de la ciudad y se imaginó en la calidez de su casa en las afueras de Londres observando desde los ventanales el navegar de las barcazas. Recordó una mañana en que había visto desde aquellas ventanas la embarcación real que se acercaba y  firme y seguro de sí mismo allí estaba Enrique, su rey, que lo saludaba agitando el brazo. Sí, el rey y él habían sido amigos, se dijo, y aquellas habían sido jornadas de camaradería, de halagos, de charlas sobre política y religión. Enrique lo adoraba, Tomas había sido para el rey casi como un hermano mayor. Aquél como un monarca que se interesaba por la cultura y por la defensa de la religión y él como un humanista y católico fervoroso se amalgamaban en una relación de respeto y de profundo cariño. ¡Cuánto había admirado a su rey y cuánto lo había querido! Todavía hoy lo quería y seguramente Enrique sentía lo mismo, pero razones más fuertes y nobles que los sentimientos de los hombres se interponían entre ellos. Un ruido estridente de cadenas lo regresó a la realidad y los lindos recuerdos quedaron atrás.

El día en que Enrique se encaprichó con Ana Bolena, Moro no emitió opinión alguna, pues era común que el rey cambiara de favorita de la noche a la mañana. El día en que Enrique quiso casarse con Ana Bolena, Moro temió pero no lo creyó capaz de divorciarse de la reina. El día en que Enrique revolucionó Inglaterra para casarse con esta mujer para Moro fue demasiado, pero aun así no habló. Era tanto el cariño que sentía por su rey que prefirió renunciar a su puesto de canciller del reino y retirarse al campo para dedicarse a la escritura y a su familia. Antes de partir hizo la promesa a Enrique de que nunca hablaría públicamente en contra de las decisiones del monarca, pero se mostró contrario a todas ellas en la intimidad. Enrique en principio aceptó el silencio de Moro y lo dejó ir, fue así como Moro se llamó al exilio.
Pero Enrique tenía un alma turbada e insatisfecha y la calma le duró poco. Cuando Enrique hubo logrado el divorcio para casarse con Ana Bolena, el reino de Inglaterra quedó patas para arriba. Como el Papa no le había concedido la anulación de su matrimonio con la reina, Enrique se había separado del Vaticano, había creado una iglesia de Inglaterra independiente y se había nombrado jefe espiritual de la misma. No contento con esto, el rey exigió que todos los hombres firmaran un juramento que declaraba que su matrimonio con Ana Bolena era legítimo, que los hijos de esta unión serían sus herederos (muy a pesar de la hija de su matrimonio con la reina) y que él, Enrique, era el jefe de la Iglesia y ya no más el Papa. Todos firmarían, excepto Tomás Moro.

Aterido de frío pues estaba bajando el sol, se cubrió con la manta y se dispuso a rezar, pero sus pensamientos lo llevaron nuevamente a su casa en el campo, pero esta vez no era la embarcación real la que llegaba con buenos augurios a su hogar, esta vez eran hombres del rey que venían a exigirle algo. Solo en la celda se halló haciendo la misma mueca de sorpresa que había hecho al leer el pergamino que traían estos hombres, el famoso juramento. En su imaginación las sucias paredes de la celda se cubrieron de cálidas maderas y de cuadros colgados en perfecta simetría, el piso se tapó con una hermosa alfombra de colores púrpuras con arabescos dorados, en el centro de la habitación apareció un enorme escritorio de roble lleno de papeles, Moro estaba sentado de un lado y los caballeros del rey del otro. Leyó el pergamino, calló por unos minutos y finalmente se negó a firmarlo. Esa no fue la última vez que estos hombres aparecieron en su casa, recordó, muchas fueron las veces en que intentaron que firmara el juramento, pero él se había negado una y otra vez.

Los cuadros, la alfombra y el escritorio se esfumaron de pronto y la habitación volvió a ser la celda de la torre. ¿Cómo había llegado el amigo del rey, el canciller de Inglaterra a esa situación? Qué pregunta tan obvia, pensó, lo sabía perfectamente. El día en que había sido llamado a la corte y había sido instado por última vez para que jurara Moro dejó muy en claro que podía aceptar el divorcio de Enrique, podía también amigarse con el nuevo casamiento del rey con Ana Bolena, hasta habría podido aceptar que los hijos de la nueva unión fueran los nuevos herederos de la corona, pero lo que no podría aceptar jamás era que el rey fuera la cabeza de la Iglesia, pues la única autoridad de la Iglesia era el Papa, el heredero del trono de San Pedro. Firmar el juramento habría sido para Moro negar toda su existencia, negar a su Dios, negarse a sí mismo y ganarse la expulsión de los cielos. No, un hombre como él, católico a ultranza no habría podido nunca jurar en contra de su conciencia y no lo hizo. Así había llegado a esa celda, se respondió a sí mismo. Era inútil de todas maneras seguir pensando, su condena era inapelable, pues los traidores debían morir por atentar contra el rey. Enrique había firmado ese mismo día su condena a muerte.


Entrada la noche admiró el reflejo de la luna en una de las paredes. Añoró sus libros y sus pergaminos, pues lo mantenían distraído, pero al fin y al cabo, se dijo, esas eran cosas materiales. Quedaba sólo encomendarse a Dios. Acomodó la manta sobre sus hombros para no sentir frío, se arrodilló frente al catre bajo la ventana y rezó.

Tomas Moro fue decapitado el 6 de julio de 1535 por orden de Enrique VIII bajo la acusación de Alta Traición. Si bien la condena de los traidores consistía en ser colgados, destripados y descuartizados, los condenados que pertenecían a la nobleza podían ser beneficiados por la misericordia del rey y sufrir sólo la decapitación. Fiel a sus creencias sus últimas palabras fueron: Muero siendo el buen siervo del Rey, pero primero de Dios. Considerado un mártir por la Iglesia Católica, Moro fue canonizado por el Papa León XIII en 1886. Se lo conoce por su trágica muerte pero debe ser recordado como uno de los más grandes pensadores de la modernidad, un humanista, un utópico.

AHORA YA LO SABES!

Lic. Diana Fubini

Bibliografía

Ridley, Jasper, The Tudor age, Londres, Robinson, 2002
Weir, Alison, Henry VIII. King & court, Londres, Vintage, 2008