jueves, 29 de septiembre de 2011

YO, EL REY


                              

Cuando pienso en Egipto se me llenan de arena los pies. Inmediatamente, mi mente se remonta a esos paisajes de inmenso calor y es ahí donde vislumbro las maravillosas e imponentes pirámides, fiel testimonio de una gran civilización que aun hoy en día resuena en nuestra mente. Pero como en toda civilización, existía una cabeza: el Rey egipcio o Faraón. Y toda cabeza necesita de un cuerpo: sus escribas, ministros y el pueblo, quienes creían fielmente que eran gobernados por un dios en el cual residían las fuerzas de las Dos Tierras: el Alto y Bajo Egipto.

La unificación del país fue gracias a Menes-Narmer o Menes o Narmer, ya que aun hoy en día los historiadores no se ponen de acuerdo sobre el nombre completo de este personaje. En definitiva, éste fue quien superó las particularidades de la región, uniendo el valle con el delta del Nilo en el 3050 a.C. aproximadamente y estableciendo como capital del reino unificado la ciudad de Menfis.

Como el máximo gobernante era la representación viviente de los dioses, existía una explicación teológica que se amoldaba perfectamente a su condición de dios: la Teología Menfita. En ella se relataba la división de la tierra egipcia en los comienzos de la historia, entre dos dioses, Seth y Horus, quienes lucharon por el dominio de Egipto; pero luego, el dios tierra, Geb, que había actuado de árbitro, se arrepintió de esta decisión, dando toda la tierra a Horus ya que le parecía injusto que Seth, el cual había asesinado al padre de su contrincante, Osiris, recibiera la misma cantidad de terreno que su adversario. De este modo, el dios Horus se convirtió en el gobernante del territorio egipcio que había recuperado los terrenos de su padre, por lo que de ahí en más, todo rey egipcio era considerado como “el Horus viviente”, aquel que reinaría en el estado egipcio legítimamente.

La titulación completa del rey comprendía cinco nombramientos los cuales hacían alusión a su poder divino y al derecho de gobernar las dos partes del territorio como unidad. Lo llamaban el “Horus viviente”; “Las Dos Señoras” o “Los Dos Señores”, demostrando que en él residían las dos diosas custodias del Alto y Bajo Egipto: el buitre Nekhbet y la cobra Wadjet, y también, los dos dioses enemigos anteriormente pero ahora reconciliados en la figura del faraón: Horus y Seth. Se lo reconocía también como “El del Junco y "el de la Abeja”, los símbolos de las dos tierras; “el Horus de Oro” e “ Hijo de Re”. Pero, ¿acaso no era el hijo de Osiris? Seguramente esto podía llevar a la confusión a cualquier egipcio de su época como a nosotros en este momento. Sin embargo, para todo existe una explicación. Tanto el dios Horus, como el dios Re, daban un aspecto diferente a la divinidad del faraón. El título de “Hijo de Re” destacaba su nacimiento físico como dios, en tanto que el título de “Horus” acentuaba sus facultades divinas para gobernar como dios a quien se le había otorgado el reino por mandato del tribunal divino.

El ser “Hijo de Re” le daba al rey ciertas características. El sol era en la mayoría de las antiguas culturas, el “sol invictus”. Cada salida del sol era vista como una victoria sobre las tinieblas y cada puesta de este era una entrada en el Infierno donde los peligros lo acosaban. La regularidad de sus movimientos sugería la idea de una justicia inflexible. Es por ello que una de las cualidades del rey era la de ser juez supremo. Todo egipcio era conciente de que la justicia era parte de un orden establecido por Re y este orden era representado por su hija, la diosa Ma'at (que en el panteón figuraba como una mujer con una pluma en la cabeza) por lo que el rey gobernaba para velar siempre por ella y así mantener el orden de la creación. Hasta algunos encontraban en la figura del faraón a un ser protector, “un pastor de su pueblo”, el cual, ayudado por los dioses, educaba, protegía, alimentaba y conducía a su rebaño hacia la prosperidad.

En resumen, en este increíble personaje residían todas las fuerzas de la naturaleza que tenían relación con la prosperidad de Egipto: la regularidad de las estaciones, el ciclo del Nilo y las buenas cosechas. Pero semejante tarea necesitaba de una serie de rituales para fortalecer, renovar y actualizar su poder. Una de las ceremonias más importantes que se realizaba durante su reinado y que tenía una prolongación de cinco días era el “Festival de sed” en donde se entretejían un sin número de conexiones entre los dioses, el rey, la tierra y su pueblo, produciéndose así, una verdadera renovación del poder real.

Pero no todo era color de rosas. Existía un momento en el cual la conciencia y el estado egipcio eran amenazados por el caos: la muerte del rey. Era lógico pensar esto ya que la ausencia de semejante figura llevaría a un desorden cósmico, de papeles, de herencia, en fin. La armonía tenía que ser restituida y esta se lograba con la asunción de su sucesor. Pero como los egipcios tenían todo pensado, el nombramiento del heredero se hacía en vida para que la transición fuera fácil de manejar. Visto que la vida se correlacionaba con los tiempos de la naturaleza, la ceremonia se hacía coincidir con los momentos de renovación de esta, es decir, fin del verano, comienzos del otoño. El nuevo rey asumía el gobierno lo antes posible. Su ascenso coincidía también con la salida del sol a fin de que hubiera una consonancia entre el principio de un nuevo reino y el comienzo de un nuevo día.

Uno de los momentos de “El Misterio de la Sucesión”, ceremonia de ascenso y coronación, era cuando el rey se colocaba una especie de manto denominado “Qeni” con el cual envolvía su pecho y espalda. Lo maravilloso de esto era que en ese instante se producía el “mutuo abrazo de Osiris y Horus”; un abrazo entre el padre muerto y el hijo que ahora reinaría. Mientras que el nuevo rey recibía el poder divino heredado de su padre, la fuerza vital del hijo apoyaba a su predecesor en su paso a la otra vida. De este modo, el rey difunto se convertía en Osiris que continuaría beneficiando a su hijo y a su pueblo desde el más allá mientras que el nuevo gobernante lo haría entre los vivos, produciéndose una comunión entre los dos mundos.

Cuando el “Horus viviente” se colocaba la corona “Pschent” conformada por la corona blanca del Alto y la corona roja del Bajo Egipto, invocando la unión del territorio, el orden quedaba restablecido y desde Menfis, se daba inicio a una nueva era.

¡AHORA YA LO SABES!

Lic. Andrea Manfredi

-Jean Sainte Fare Garnot, La vida religiosa en el antiogue Egipto, Eudeba, Buenos Aires, 1945
-F. Braudel, Memorias del Mediterraneo, Catedra, Madrid
-J. Wilson, La cultura egipcia, FCE, Mexico
-Henri Frankfort, Reyes y dioses..., Alianza, 1983
-H y H.A. Frankfort, J. A. Wilson y T. Jacobson, El pensamiento pre-filosofico. Egipto y Mesopotamia, FCE, Mexico, 1954

jueves, 22 de septiembre de 2011

Sin duda, desde siempre brujas

Grecia Siglo IV a.C en adelante

Te preguntaste alguna vez ¿por qué las mujeres a lo largo de la historia fueron objeto de persecuciones vinculadas a poderes paranormales? ¿Qué es lo que hace suponer que son las féminas las poseedoras de secretos infranqueables para los hombres? ¿Podría la respuesta encontrarse en la antigua Grecia? Veamos:

El nacimiento y la muerte eran para los antiguos griegos tránsitos terribles, que exponían a la familia y a la sociedad a contaminaciones y a encuentros con seres sobrenaturales. Las mujeres eran las únicas que podían lidiar con esos terroríficos momentos ya que se las consideraba atadas a una relación misteriosa y temible con lo sagrado por su función biológica: la maternidad.

El parto era calificado como fuente de corrupción por considerarlo una fase en la que se abría una puerta a lo desconocido. Sólo las mujeres de la familia, como intermediarias naturales de ese acontecimiento podían asistir a las parturientas, que para prevenir a la comunidad de un peligro de tal magnitud untaban sus casas con pescado. Informaban a los vecinos que había nacido un niño si colocaban un ramo de olivo en la puerta y una banda de lana si era una niña. Sólo al quinto o séptimo día, cuando tenía lugar el ritual de purificación, el marido y el resto de los hombres podían acercarse a la parturienta y al recién nacido. La ceremonia de purificación consistía en realizar libaciones mientras el padre corría desnudo con el niño en brazos alrededor del hogar, sólo entonces el infante recibía el nombre y era aceptado por la sociedad. Como festejo se realizaba un sacrificio y un banquete.

Las mujeres, consideradas mediadoras entre lo esotérico y los hombres, inmunes a lo sobrenatural, también desempeñaban un rol fundamental en la ceremonia de la muerte. El fallecimiento era el tránsito más temido porque la puerta que se abría a lo desconocido podía dejar pasar “seres extraños del otro lado” de este mundo. Por tal motivo según la Ley, sólo las mujeres más cercanas al muerto, la madre, las hermanas y las hijas, debían encargarse de preparar el cuerpo del difunto. Lo lavaban, lo untaban con esencias perfumadas, lo vestían con ropas blancas y lo envolvían en una mortaja, dejándole la cabeza al descubierto con una corona. De hecho Sócrates, (que juzgaba a las mujeres débiles y de pocas luces), para evitar que ellas lavaran su cadáver, se bañó antes de morir. El difunto expuesto por dos días, era protegido por las mujeres de las moscas y el calor con abanicos y sombrillas, mientras las lloronas entonaban el canto fúnebre rasguñándose las mejillas en señal de dolor. En la puerta de la casa del fallecido colocaban un recipiente con agua recogida de la casa de los vecinos, porque consideraban que el agua de la casa del difunto estaba “contaminada”. Al retirarse del velorio los asistentes debían echarse encima esa agua para evitar las desgracias.

Luego el cadáver era conducido al cementerio (siempre ubicado extramuros) antes del amanecer, para no manchar el día. Sólo los hombres más allegados y las mujeres acompañaban al fallecido a su última morada. Pero eran ellas las que aseguraban los ritos mortuorios vertiendo en la tumba libaciones. La tradición establecía que el difunto debía ser sepultado con sus objetos familiares, con una moneda para pagar a Caronte (el barquero de entre mundos) que transportaría su alma al Hades y un pastel de miel para el Cerbero (un perro monstruoso de tres cabezas y cola de serpiente, guardián de la entrada al Hades). Al regreso del cementerio, purificaban sus cuerpos y la casa del fallecido con agua de mar para luego nutrirse de la comida fúnebre. Las mujeres, encargadas de renovar las ofrendas al muerto a partir del tercer día posterior al funeral, realizaban libaciones de agua, leche, aceite y miel, y en ocasiones sacrificaban un animal de color negro que era quemado enteramente. Como contrapartida a estos cuidados dispensados por ellas, se creía que los muertos velaban por su descendencia, favorecían la fertilidad del suelo y defendían la ciudad en caso de guerra.

Hemos visto que los griegos dieron a la mujer un lugar mágico como mediadoras entre lo natural y lo sobrenatural, atribuyéndole poder para unir lo mancillado y lo puro en el nacimiento y en la muerte, donde jamás ningún hombre vivo podía tener lugar. Incluso, sólo las pitonisas poseídas por el dios Apolo podían predecir el futuro. Quizá esta creencia griega tomó contacto con el relato de la Eva bíblica, mediadora también entre lo prohibido y el hombre. Posiblemente la fusión del supuesto poderío sobrenatural de las mujeres, con el pecado endilgado a Eva, creó en el imaginario popular mujeres capaces de tener relaciones con el diablo, con poder para volar y dañar al prójimo. De ser así, se explicaría el porqué las mujeres durante siglos fueron frecuentemente perseguidas, quemadas en las hogueras, siempre sospechosas de causar maleficios, consideradas herejes, pecadoras, brujas y por ende víctimas de la misoginia del hombre.

Ahora ya lo sabés!

Lic. Alicia Di Gaetano

Bibliografía
Duby, Georges y Michelle Perrot [Dir.] Historia de las Mujeres 1. La Antigüedad, Madrid, Taurus, 2000
Flaceliere, Robert, La vida cotidiana en Grecia en el Siglo de Pericles, Buenos Aires, Talleres Gráficos Didot, 1967
Puech Henri-Charles [Dir] Historia de las Religiones Antiguas, Vol. II, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002

jueves, 15 de septiembre de 2011

EL HEREJE Y EL TRAIDOR. CRÓNICA DE DOS MUERTES



Inglaterra – Siglo XVI

El preso ha perdido la noción del tiempo, ya no sabe hace cuánto tiempo fue llevado con los grilletes lacerantes en sus muñecas a esa celda húmeda. Sólo sabe que se encuentra allí encarcelado esperando la resolución de su caso, entre cuatro paredes en condiciones insalubres, con alimañas de todo tipo como sus únicos compañeros. De no haber tenido esa Biblia traducida al inglés, piensa, nada de esto habría ocurrido. Pero la Biblia en inglés había sido prohibida y todo aquel que tuviera una era considerado un hereje protestante. El preso rememora una y otra vez la audiencia donde se le exigió que negase su inclinación protestante, sin embargo él había decidido no claudicar, la idea de ser un mártir ante lo ojos de Dios era sin dudas atrayente.
Cuando finalmente una mañana se abrió la pequeña puerta de madera de la celda el preso supo que había el final de su historia, había sido hallado culpable de herejía.
Con los grilletes una vez más sobre sus brazos en carne viva fue llevado hasta las puertas de la torre. Se escuchaban de fondo y luego cada vez con más nitidez los abucheos de la gente que se había congregado para presenciar el espectáculo. Al abrirse de par en par las puertas la luz del sol lo cegó, pero lejos de aventurar una hermosa jornada la luz significa para él el comienzo del fin. Al salir de la torre el condenado es atado boca abajo a una especie de parrilla hecha de maderos para ser arrastrado por caballos hasta el cadalso, y esto es sólo el inicio, y el preso lo sabe, ya lo ha visto antes, alguna vez él fue parte de ese público expectante.
Bien conoce el condenado lo que le espera, pues el destino de los herejes es la hoguera. Allí se dirige atado de pies y manos y arrastrado por las callejuelas de la ciudad por entre medio del populacho que lo abuchea. La ejecución se realizará en un espacio público para que todos puedan ver cuál es el destino de aquel que niega la religión imperante.
El gentío, que como si se tratara de una obra de teatro, ya sabe el lugar y el horario de la ejecución, se acerca por curiosidad, pero también los familiares y amigos del hereje asisten para brindarle apoyo moral. Su padre se acerca sigiloso y tras unas palabras de aliento le entrega una bolsita con pólvora para que cuelgue de su cuello con la esperanza de que al momento del contacto con el fuego la explosión le provoque una muerte inmediata, evitándole una lenta y terrible agonía.
Ya atado al poste mayor sobre una pira de maderos se lo cuestiona por última vez, pero el hereje no reniega de sus creencias, elige obedecer a su Dios y ganarse la vida eterna, pues como inglés y súbdito de la corona le debe pleitesía al rey, siempre y cuando esto no atente contra las leyes divinas porque ante todo es un siervo de Dios. No, el hereje no claudica. El verdugo enciende los maderos que arden con premura, el calor inunda todo el espacio y el terror de quemarse vivo se apodera de su alma. Afortunadamente, cuando el fuego comienza a chamuscar su cuerpo la pólvora hace su efecto y en cuestión de segundos, el reo muere producto de la explosión. El público acostumbrado, pero igualmente impresionable, tapa sus ojos en el momento álgido, pero luego espía por el rabillo del ojo, para ver el final de un hereje más.

En la celda contigua, otro preso escucha el gentío enardecido en el momento de la ejecución y tal vez, sólo tal vez, desea por un segundo, ser hereje y no traidor. Le han comunicado que su ejecución tendrá lugar al día siguiente a las 9 de la mañana, pero como bien hemos dicho, él no es un hereje, es un traidor, ha atentado en contra de la vida del rey y por tanto le espera la pena máxima: ser colgado, destripado y descuartizado (conocido en Inglaterra como “hanged, drawn and quartered”). El traidor repasa en su cabeza una y otra vez lo que ya sabe que le sucederá. Primero será colgado por el cuello hasta estar casi muerto, será liberado mientras esté todavía con vida y luego será castrado y destripado, sus tripas serán quemadas frente a sus ojos para luego ser decapitado y finalmente descuartizado. El traidor tiene todavía 24 interminables horas para repasar uno por uno los pasos de la pena que le ha tocado en gracia. Sabe que su ejecución será pública y por eso teme también al abucheo y al desprecio de la gente, pero tal vez estén también allí sus familiares y tiene la esperanza de que alguno lleve consigo unas monedas. Con ese dinero, reflexiona, podría pagar a su verdugo y tal vez asegurarse la muerte al ser colgado y evitarse los horrores del destripamiento que le quitan el sueño. Conoce historias de verdugos que consideraron que habían recibido poco dinero o que simplemente sentían desprecio por la víctima y que por eso alargaron su sufrimiento, pero él espera que nada de esto ocurra.
Por un momento el traidor lamenta haber sido desterrado de la corte cuando era joven porque sabe que de haber estado bajo el ala protectora de la corte y del rey se le habrían perdonado las torturas y se le habría concedido la muerte sólo por decapitación, como a Tomas Moro, traidor pero amigo del rey. Sin embargo es inútil pensar en qué podría haber sido si… y rápidamente desecha esos pensamientos.
El griterío se apaga poco a poco y el silencio sofocante al que ya está acostumbrado inunda la celda. El traidor aprovecha para practicar su discurso final, el discurso que se espera de lo condenados a muerte. Debe alabar al rey y desearle una larga vida, ¡QUÉ IRONÍA! El traidor conoce, por cuentos que recorren las calles de Londres, que hasta los más ilustres condenados han alabado al rey en su último minuto de vida y en su calidad de inglés que acepta su destino y obedece la ley, no puede ser menos. El miedo no lo deja pensar y decide pedir prestadas las palabras de una famosa condenada a muerte, Ana Bolena, y en la plenitud de la noche repite una y otra vez lo que serán sus últimas palabras en este mundo: “rezo a Dios para que salve al rey y le de mucho tiempo para reinar sobre ustedes…

En la Inglaterra del siglo XVI miles de personas presenciaron las ejecuciones de herejes y traidores y muchos de ellos escribieron lo que vieron. Hemos acompañado a dos condenados en sus últimas horas de vida según las crónicas de la época.


Ahora ya lo sabés!
Lic. Diana Fubini

Bibliografía

Hibbert, ChristopherThe Virgin Queen. A personal history of Elizabeth I, Londres, Tauris Parke Paperbacks
Ridley, JasperThe Tudor age, Londres, Robinson, 2002
Weir, AlisonHenry VIII. King & court, Londres, Vintage, 2008




jueves, 8 de septiembre de 2011

UN GAUCHO ENTRE COSACOS


Época: siglo XIX
Ubicación: Imperio ruso

Sabido es que los argentinos estamos diseminados por el mundo pero esto no es un fenómeno que comenzó a fines del siglo XIX, principios del siglo XX, ni mucho menos. Ya unos cuantos años atrás, muchos de nuestros compatriotas armaron sus valijas y fueron a experimentar a nuevas tierras, incluso lejanas. Este fue el caso de Benigno Benjamín Villanueva o Villanokoff, su nombre en ruso, quien luego de viajar de un país a otro como llevado por el viento, terminó sus días en la helada Rusia con el cargo de Jefe de Caballería del Ejército Imperial del zar Alejandro II ni más ni menos.
Este intrépido personaje nació en Buenos Aires, más precisamente en el barrio de San Nicolás, en 1815, y desde muy joven sintió una fuerte inclinación por las armas mientras que los estudios nunca fueron de su interés. Por esto podríamos decir que un incidente que tuvo veinte años después con un ocasional contrincante en el “Café de los Catalanes”, le vino como anillo al dedo. La causa: un cigarro que aquél llevaba en el bolsillo de su chaqueta; el motivo: su adversario se negó a pagar la apuesta y encima…¡se puso bravo! El duelo en el que se batieron terminó tras el paredón de la Merced, con la muerte de su oponente. Como castigo fue destinado al Ejército, y desde ese momento, comenzaron sus aventuras. Villanueva Formó parte de la División del Sud, sirvió a las órdenes de Oribe y Pacheco en el sitio de Montevideo para luego pasar al bando contrario donde entabló una amistad con Bartolomé y Emilio Mitre. Inmediatamente después, el general José María Paz, lo nombró ayudante cuando partió hacia Corrientes para formar un ejército con el que tomó parte en la batalla de Caaguazú en 1841. Tan brillante fue su actuación que en sus memorias aseguraba que Villanueva era un “joven de un talento muy despejado” cualidad que también elogió Garibaldi, afirmando que el argentino fue el primer hombre táctico que había conocido en América. Pero Villanueva era muy inquieto por lo que, cuando el general Paz fue llamado a Montevideo para hacerse cargo de su defensa, éste abandonó el ejército unitario para emigrar al Brasil. Su estadía no fue muy larga ya que al poco tiempo partió rumbo a México a combatir contra los norteamericanos que buscaban adueñarse de Nueva México y California, allá por 1847. Ese mismo año, cuando los mexicanos capitularon ante las tropas estadounidenses, se trasladó a California donde abrió una tienda de comestibles atraído por el descubrimiento de oro un año atrás. Con el capital reunido rumbeó a España y allí estableció relación con el general Juan Prim y Prats, jefe del partido progresista.
En 1853, al estallar la Guerra de Crimea, nuestro valeroso e incansable compatriota partió hacia esos pagos encabezando una comisión observadora, tarea que el gobierno del general Prim le había encomendado. Pero no sólo fue observador sino que también colaboró en la ubicación de la artillería turca sobre el Danubio en la batalla de Sínope. Pero aquello que veía no le convencía. Es más, le parecía injusto que los rusos lucharan solos ante la alianza entre Francia, Gran Bretaña, el Reino del Piamonte y Cerdeña, y el Imperio Otomano, por lo que decidió tomar parte por el bando más débil. Y es así como ante la mirada atónita de todos, se pasó al bando ruso. Estos quedaron maravillados ante tan valeroso personaje con su alta estatura y ojos claros que no sólo manejaba varios idiomas sino que también resultó ser un bravo jinete, sumamente hábil en el manejo de las boleadoras y el lazo. Fue incorporado como teniente coronel de caballería y, fiel a sus tradiciones, enseñó a “sus cosacos” a bolear y enlazar al enemigo, practicando emboscadas y operaciones de sorpresa. ¿Se imaginan a estos hombres usando boleadoras y lazos como nuestros bravos gauchos?
Sus hazañas lo llevaron a ser admirado por todos y fue así que a la muerte del coronel Ponnekine, además de casarse con su viuda, lo sucedió en el cargo como jefe del Primer Regimiento de la División 31 de Caballería del imperio ruso, adaptando, de esta forma, su apellido a Villanokoff. Siguió participando en varias campañas militares hasta convertirse en una de las primeras figuras del ejército y ser condecorado por el mismísimo zar Alejandro II.
Lo último que se conoce de él es que partió rumbo a Afganistán para sofocar una rebelión y que allí murió, aunque otros historiadores, como Vicente O. Cutolo, sostienen que falleció en Moscú en 1872 a los 57 años de edad. Se dice que al sobrevenir la revolución rusa de 1917, todavía vivían en la capital rusa descendientes directos de este valeroso gaucho que terminó sus días entre cosacos.

Ahora ya lo sabés!

Lic. Andrea Manfredi

Fuentes
Cutolo, Vicente Osvaldo, Nuevo Diccionario Biográfico Argentino 1750-1930, Buenos Aires, Elche, 1985, Tomo 7
Obligado, Pastor S., “Soldado argentino, general en Rusia” en Tradiciones Argentinas, Barcelona, Montaner y Simón Editores, 1903. (Texto digitalizado)
 “Villanueva, mariscal de Rusia. Por Jorge Carlos Mitre. Para La Nación - Buenos Aires, 1980” en: < www.familiadelaserna.com.ar>

jueves, 1 de septiembre de 2011

De patriotas y espionaje

Río de la Plata y Europa: 1814 - 1816

Durante la Revolución de 1810 y antes de la Declaración de la Independencia en 1816, con tal de no volver a depender de España, nuestros próceres pensaron en raptar a un príncipe y hasta se convirtieron en espías. En 1812 Fernando VII preso vip de Napoleón recuperó el trono de España. Apoyado por los monarcas europeos, se envalentonó y dispuso el envío de una expedición formada por 10.000 hombres para castigar a la colonia más rebelde: Buenos Aires. En este contexto tuvo lugar lo que se conoció como “el negocio de Italia”, y la historia de espionaje protagonizada por Rivadavia. Esta es la historia:

En el Río de la Plata, inquietos por la venida de la poderosa expedición, decidieron enviar una misión diplomática para negociar con el rey Fernando VII. ¿Le iban a pedir perdón por intentar independizarse? NUNCA JAMÁS, pero iba a ser difícil llegar a un acuerdo, porque ya se habían emitido monedas sin la imagen del rey, se había cantado el himno, diseñado el escudo y la bandera, y estas cosas no se tapaban ni con un poncho. Es decir, había que negociar el reconocimiento de la independencia. Para llevar a cabo tan delicada misión fueron designados Manuel Belgrano y Bernardino Rivadavia, quienes se reunirían en Londres con Manuel de Sarratea, que era un acérrimo defensor de las ideas monárquicas. Los monárquicos pretendían casar a una princesa inca con un príncipe europeo y lograr así el reconocimiento de la independencia. También consideraban a Carlos IV el verdadero rey de España, porque había sido obligado por Napoleón a abdicar a favor de su hijo Fernando VII.

Cuando se encontraron los tres patriotas en Londres, Fernando VII había dejado de ser rey porque Napoleón había recuperado una vez más el poder en Europa. Entonces Sarratea que se había vinculado con el Conde de Cabarrús, vio la posibilidad de instaurar una monarquía en el Río de la Plata, y puso en marcha “el negocio de Italia”. El Conde que esquilmó los bolsillos de nuestros patriotas (era un impresentable que vivía del juego y las intrigas) tomó parte en las tratativas llevadas a cabo entre Carlos IV por un lado y Belgrano, Rivadavia y Sarratea, por el otro. Lleno de ducados partió a Roma, donde vivían modestamente el destronado Carlos IV, su esposa María Luisa y el Infante don Francisco de Paula. Cabarrús portaba un documento firmado por los tres patriotas por el que declaraban encontrarse facultados por el Supremo Gobierno de las Provincias Unidas para tratar con el “Rey Nuestro Señor el señor Don Carlos IV [...] la institución de un reino en aquellas provincias [el Río de la Plata] y cesión de él al Serenísimo Señor Infante don Francisco de Paula”. El proyecto sedujo a María Luisa, que se comprometió a traer el Infante a Buenos Aires.

Pero mientras la negociación prosperaba, en junio de 1815 Napoleón fue definitivamente derrotado en la batalla de Waterloo y Fernando VII otra vez se reafirmó en el trono español. Carlos IV asustado, se apresuró a rechazar el intento de los patriotas declarando que “su conciencia le mandaba no hacer nada que no fuese favorable al rey de España”. Entonces “el negocio de Italia” terminó en un proyecto más osado: raptar al Infante y traerlo a Buenos Aires para coronarlo. Sarratea y Cabarrús, debatieron acaloradamente este plan con Belgrano y Rivadavia que estaban en desacuerdo. La discusión finalizó cuando Belgrano le pidió una “rendición de gastos” a Cabarrús que se hizo el ofendido, por lo que casi llegaron a retarse a duelo. Sin Infante y sin dinero, Belgrano se volvió a Buenos Aires. Rivadavia esperando instrucciones, continuó con la misión en forma secreta convertido en “El Nº 38”.

El Nº 38 se trasladó a París y a fines de 1815 recibió una nota enviada de la corona española, indicando “Es voluntad de Su Majestad que [...] el Número 38 venga a Madrid ...”. Nuestro agente secreto que tenía que ganar tiempo, arribó a España en mayo de 1816 donde felicitó a Fernando VII “por su venturosa y deseada restitución al trono”, pero no trató la cuestión de la emancipación.

Mientras el Nº 38 volvía a París (donde residió varios años), el 9 de julio de 1816, un Congreso argentino reunido en Tucumán proclamó la Independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, siendo Portugal el primer país que el 25 de marzo de 1824, la reconoció.

Ahora ya lo sabés!

Lic. Alicia Di Gaetano

Bibliografía
Levene, Gustavo Gabriel, La Argentina se hizo así, Buenos Aires, Hachete, 1960

Lopez, Vicente Fidel, Historia de la República Argentina, Buenos Aires, Sopena Argentina, 1944, Tomo III